
El mundo está en crisis. Este lugar común nos acompaña desde que tenemos memoria. Siempre hay algo que no funciona, una sensación de que no logramos avanzar como sociedad hacia las metas que todos, de alguna forma, intuimos.
Sin embargo, este pesimismo generalizado suele llevarnos a dos lugares improductivos:
Ambos extremos son paralizantes. Pecan por defecto y por exceso. Nos dejan de manos cruzadas mientras la realidad sigue su curso.
El primer movimiento: escuchar
Paradójicamente, el momento de la acción exige un paso en apariencia pasivo: observar y escuchar en silencio.
Escuchar comienza con un acto de honestidad con uno mismo: no instalarnos en lo que creemos que somos —ni en lo terrible ni en lo fantástico—, sino aceptar nuestra realidad más profunda. Somos seres con carencias y capacidades, que hacemos lo que podemos. Y ese poder se expande cuando dejamos de lado las mentiras que nos contamos y permitimos que el sello único que traemos se exprese en el mundo.
Esa misma escucha, aplicada a los otros, significa dejarlos ser. Observar sin juzgar, sin imponerles la imagen de lo que quisiéramos que fueran. Lo mismo ocurre con la sociedad: escucharla exige aceptar que mucho está fuera de nuestro alcance, pero no por ello estamos exentos de responsabilidad. Se trata de hacernos cargo, con crudeza, de lo que sí nos corresponde.
La incomodidad: antesala de la ética
De esa escucha honesta emerge una experiencia decisiva: la incomodidad.
La incomodidad aparece cuando nos atrevemos a ver lo que no funciona, lo que nos daña de manera persistente, tanto en lo personal como en lo colectivo. Nos obliga a reconocer las mentiras que hemos aceptado como sociedad:
Sí, todo esto incomoda. Pero sin esa textura emocional, seguiremos atrapados en la ilusión de que “todo está bien” mientras el mundo se desmorona.
La incomodidad es la antesala necesaria de la ética. Es la que despierta en nosotros la urgencia de cambiar.
Actuar desde la honestidad radical
De la incomodidad pasamos a la acción. Y aquí es clave subrayarlo: no se trata de actuar por cumplir, ni por tranquilizar conciencias, ni por mostrar resultados “aceptables” a otros.
La verdadera acción ética nace de una honestidad radical que nos permite hacernos cargo de la realidad tal como es. Y desde ahí, reconocer que aunque nuestros esfuerzos sean humanos —y por lo tanto imperfectos—, cada acto emprendido desde la verdad es infinitamente más valioso que permanecer en la inacción o en el autoengaño.
La polarización nos empuja a escondernos tras máscaras: decimos lo correcto para no incomodar, adoptamos posiciones seguras para no perder amigos o seguidores, y nos convencemos de que basta con mantener cierta “coherencia” personal. Pero esa es una ilusión cómoda.
La honestidad radical implica otra cosa: atrevernos a decir lo que pensamos aun cuando incomode, reconocer contradicciones sin maquillarlas y aceptar que nuestros puntos de vista pueden transformarse. Este gesto de sinceridad, lejos de debilitarnos, nos devuelve fuerza.
Lo poderoso es que ese cambio no se queda en lo íntimo. Cuando una persona se arriesga a ser honesta consigo misma, abre espacio para que otros también lo sean. Ese efecto dominó tiene un potencial político y social: inspira conversaciones más francas, permite cuestionar estructuras que parecían incuestionables y, en el largo plazo, abre grietas en los muros de la polarización.
La honestidad radical, entonces, no es solo un acto personal. Es también un gesto colectivo, una apuesta por un cambio social que trasciende la esfera privada y se proyecta en la posibilidad de imaginar y construir una sociedad menos dividida y más auténtica.
Una crisis ética como oportunidad
Una crisis ética no es el fin: es la gran oportunidad de construir una vida, unas organizaciones y una sociedad que respondan no solo a lo que queremos, sino a lo que realmente somos.
Atenderla significa configurar nuestros entornos y nuestras acciones para que estén alineados con fines auténticos y prosociales. Es la posibilidad de que la honestidad, la responsabilidad y la compasión vuelvan a ser el centro de lo que llamamos éxito.
Quizá, en medio de tanta incertidumbre, ese sea el único triunfo que vale la pena perseguir.