Diversidad

Sobre príncipes, diversidad y sesgos

Hace no mucho tiempo -y seguro les ha pasado a ustedes-, en un ejercicio nos pidieron lo siguiente: “Mostremos gente que se vea con dinero, que tenga con qué pagar nuestro producto, que se les note el estilo”. 

Nada sorprendente: los imaginarios colectivos del marketing y las empresas suelen ser así. Estereotipos inalcanzables puestos al servicio de vender más, porque todos aspiramos a eso -aún  sabiendo que no podemos o tendremos que endeudarnos para lograrlo-. Es la seguridad que nos da eso que llamamos “lujo” o “belleza”, la tentación de anteponer los objetos a la esencia humana. No me sorprende, y no es este el momento para abordar a fondo un tema tan polémico. 

Lo que sí es importante para esta reflexión es que, en ese mismo ejercicio, una persona que admiro profundamente por su manera de pensar, -Alex Sánchez (qué ojalá esté leyendo esto)-, dijo algo clave que nunca olvidaré: 

“En el mundo hay dos tipos de príncipes: está el príncipe Carlos y el príncipe de las tinieblas: Ozzy”. 

Y continuó: 

“Ambos tienen plata, estilo y pueden pagar el producto”. 

Álex nos dio el mejor argumento del día, porque sin darnos cuenta, todos habíamos pensado, sin cuestionarlo, en el príncipe Carlos. 

Cuando apareció ese argumento tan poderoso, lo único que pudo responder la contraparte fue: “Pero es que Ozzy no es nuestro target”, o “Ozzy representa cosas negativas, como las drogas”. Y ahí la conversación se estaba yendo por un barranco, porque el argumento de Álex era sólido: el brief pedía “personas con poder adquisitivo y estilo” y ambos lo tenían, a su manera. Nadie puede negar que Ozzy también podría comprar su producto. 

Cuando vimos la demografía de nuestros compradores, no hubo sorpresas: no todos estaban en las zonas, ni estratos que imaginábamos. De hecho, eran más diversos de lo que pensamos y había más princesas que príncipes, para ser exactos. 

Aprendí mucho de ese ejercicio. 

Aunque el ejemplo viene del branding -al final terminó ganando el príncipe Carlos porque una marca puede representarse como le dé la gana, aún cuando los datos digan lo contrario-, el episodio muestra con claridad cómo los sesgos cognitivos nos impiden cuestionarnos y pensar en la diversidad (o de manera diversa). 

Acá viene la reflexión principal: ¿Qué tipo de personas quiere una organización? La respuesta inmediata parece obvia: “diversidad”. Pero no es tan simple. Porque ya no estamos hablando de mercadeo sino de la micro sociedad que es la empresa, una organización o núcleo social en el que cabe todo. Ahí no hay espacio para jugar con imaginarios colectivos, o por lo menos, no debería haberlos.

En una organización conviven Carlos, Gabriel, Ozzy, Patricia, Jeisson y Rocío, cada uno con su historia, su forma de ver el mundo, de trabajar, de socializar, de relacionarse. Sin embargo, en la empresa seguimos hablando de el/la empleado/a ideal. Quizás nos sirva como referencia -porque hay valores o principios no negociables-, pero el problema surge cuando nos sesgamos tanto que el ideal se convierte en molde: en la foto institucional, en el vestuario institucional, en el tono institucional. Cuando comienzan a aparecer frases perversas como “nos hace falta alguien de color” es cuando todo se va a la m13rd4 -si me permiten el anglicismo-, porque la diversidad se ve muy bien en un post de redes sociales con muchos tonos de piel, pero se vuelve incómoda cuando alguien da un argumento lo suficientemente retador como para dejarnos sin respuestas. 

Este texto está lleno de obviedades, si. Pero entonces, ¿por qué estas no ocurren en el ámbito empresarial? ¿Por qué cuesta tanto a las empresas asumir la diversidad más allá del discurso? ¿Por qué Ozzy jamás será el candidato ideal en una entrevista, aunque la empresa proclame lo contrario? 

La respuesta es simple, aunque incómoda: por los sesgos cognitivos. 

Estos atajos mentales terminan jugando en contra de aquello que al unísono declaramos como ideal. Si bien, reconocemos que entre más diversidad acojamos más riqueza tendremos, tanto en experiencia como en talento y creatividad, abrir los espacios a una diversidad real implica atravesar pensamientos, sensaciones y experiencias que retan nuestras costumbres y creencias más arraigadas. Por eso terminamos conformándonos con las fotos o las frases de cajón antes de entrar en la incomodidad de abrir espacio a lo radicalmente distinto. 

Afortunadamente, esto tiene solución. Tenemos la capacidad de reconocer que los sesgos existen e identificar puntualmente cómo se manifiestan. Al comprender que no son solo errores individuales sino estructuras invisibles que definen cómo miramos, contratamos, premiamos y escuchamos, abrimos la puerta a la construcción de micro sociedades que de base se preparen para mitigar la aparición de estos y por lo tanto, que acogen normas sociales que orientan hacia la inclusión, el respeto, la apertura y la integración de lo distinto. 

Aprender a desactivar los sesgos -en lo cotidiano, en lo empresarial, en lo político-, nos lleva mucho más cerca a la creación de espacios donde no tengamos que fingir inclusión, porque la diferencia ya será parte del tejido natural de lo que somos. 

Quizás entonces dejaremos de elegir siempre al príncipe Carlos y nos atreveremos a coronar a Ozzy con todas las de la ley.

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