Ética empresarial

No es la manzana… ¡es la despensa! Una mirada sistémica para entender la ética cotidiana‍

Cuando se trata de faltas éticas, lo más común es encontrar a quién culpar: un individuo concreto que, carente de principios y valores, se atreve a actuar con consecuencias atroces para sí mismo y para los demás. A estos sujetos solemos describirlos como monstruos desalmados, incapaces de bondad, ajenos a todo rasgo humano redentor. Se convierten en manzanas podridas capaces de contaminar cualquier entorno, y por ello deben ser aisladas.

Esta forma de entender el comportamiento antiético ha dominado la formación y los programas de fortalecimiento ético que aplicamos en casi todos los ámbitos. Pensemos en las políticas anticorrupción: se diseñan para identificar, capturar y erradicar las manzanas podridas que rondan por las instituciones, mientras confiamos en la pureza de los demás “agentes” que las integran. Se privilegian las medidas policivas, persecutorias y sancionatorias, como si con ello bastara para erradicar un mal que, sin embargo, se reproduce. En el plano íntimo ocurre lo mismo: el infiel se vuelve imperdonable, inhabilitado para ser pareja, madre, padre o incluso buen trabajador. En suma: deja de calificar como buen ser humano.


El mito de las almas prístinas

Desde esta perspectiva, fortalecer la ética se ha entendido como formar espíritus incorruptibles, capaces de mantenerse firmes ante la tentación del mal. Personas a quienes jamás se les pase por la mente actuar contra sí mismas o contra los demás, que vivan de acuerdo con principios y valores morales reconocidos como incuestionables.

Sin embargo, algo en este relato resulta forzado. Apostar por él implica suponer que, como humanidad, tenemos una claridad absoluta sobre los principios éticos universales y que podemos aplicarlos con facilidad. Pero esto es casi imposible: la experiencia humana es diversa. Aunque podemos coincidir en reconocer, por ejemplo, el respeto a la vida como un valor fundamental, surgen zonas grises que nos obligan a matizarlo —aborto, eutanasia, objeción de conciencia.

No somos actores racionales

Más aún: los seres humanos no funcionamos como agentes racionales inquebrantables. No estamos diseñados para decidir siempre desde la razón ni para evaluar cada acción a la luz de principios abstractos. Aunque la historia de la filosofía exploró esta idea durante siglos, no fue sino hasta la segunda mitad del siglo XX, gracias a la psicología y luego a la economía, que empezamos a estudiarla científicamente. Los hallazgos fueron devastadores para el racionalismo moderno: no somos actores racionales.

La mayoría de nuestras decisiones se toman de forma irracional, influidas por sesgos cognitivos, emociones, normas sociales y contextos específicos. Los experimentos muestran que, incluso cuando está en juego la vida, si la norma social dicta pasividad, actuamos como si nada. Podemos ver humo salir de un cuarto contiguo; si los demás se quedan inmóviles, nuestro cerebro reprimirá la reacción de alarma.

El poder invisible de lo normal

Si observamos de cerca los dilemas éticos en el trabajo, veremos que muchos comportamientos antiéticos se relacionan con sesgos o normas sociales implícitas que normalizan lo inaceptable. Un ejemplo sencillo: casi todos decimos que nuestra familia es el valor supremo. Sin embargo, al medir el tiempo real dedicado a la pareja, hijos o amigos frente al tiempo laboral, la desproporción es alarmante: 30%-70% o incluso 20%-80% a favor del trabajo. Nos decimos: “Trabajo para darles bienestar”, pero la racionalidad de esa justificación se disuelve cuando constatamos la contradicción entre valor declarado y acción real. Esta tensión alimenta la famosa disonancia cognitiva que impregna la cultura del trabajo. En temas como diversidad, equidad e inclusión sucede algo similar. Nadie admite ser discriminador, pero el entorno puede inducirnos, sin notarlo, a reproducir conductas excluyentes que normalizamos como “naturales”.

No se trata de voluntad, sino de diseño

La evidencia nos obliga a reformular preguntas. El ser humano deja de ser, por definición, un ente puramente racional y se convierte en un animal sistémico, para quien el contexto y los otros son determinantes. Esto no es nuevo, pero la forma en que organizamos la vida social sigue anclada en la vieja idea de actores racionales que conocen el imperativo categórico kantiano y lo aplican sin fisuras.

Es aquí donde se vuelve urgente cambiar la mirada. Necesitamos reconocer sin miedo la fragilidad de nuestras certezas, el margen de error y la posibilidad real de diseñar entornos que fomenten decisiones más coherentes y justas. La ética sistémica —no la ética individual— es la que se revela más efectiva para tiempos complejos.

Transformar la despensa: una tarea colectiva

No es la manzana: es la despensa. Es el sistema, el ambiente, el marco de incentivos, los silencios y las zonas grises que dejamos crecer. Debemos centrar la atención en los factores que configuran la toma de decisiones: las dinámicas de relación, las normas tácitas, la cultura informal que prevalece sobre cualquier código de ética.

Preguntarnos cómo inducimos comportamientos a través de la forma en que lideramos, organizamos equipos o diseñamos políticas públicas es un paso necesario. No para buscar culpables aislados, sino para asumir juntos la tarea de construir entornos que permitan elegir mejor, con menos obstáculos y menos trampas invisibles.

Si nos atrevemos a acompañarnos, a abrir las conversaciones incómodas y a diseñar rutas de acción conscientes de las limitaciones humanas, estaremos más cerca de organizaciones y sociedades que reflejen la ética como práctica viva, no como norma decorativa.

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